De pequeña recuerdo que cuando llovía y queríamos salir a jugar nos decían que le hiciéramos una oración a San Isidro, el patrono de los agricultores. Entonces repetíamos hasta el cansancio: “San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol”. Cuando finalmente dejaba de llover quedábamos convencidos de que el sol había salido gracias al santo.
Desde hace cuatro meses mi hijo de 14 años está en la finca San Isidro en Subachoque y yo repito el estribillo, deseando que el sol aparezca de nuevo en su vida y en la de quiénes lo queremos. Un día fuimos conscientes de que, casi sin darnos cuenta, nuestro hogar se había convertido en un escenario caótico sobre el cual nadie tenía ningún control. Mis respuestas al caos siempre fueron erráticas y equivocadas. ¿Pero acaso no se trata de eso? ¿De que la respuesta sea la equivocada de manera que el caos se reproduzca? La angustia se apoderó de todos ¿Cómo y por qué sucedió esto? Yo me lo preguntaba a diario. Se lo preguntaba a los psicólogos, a los familiares, a los amigos, al horóscopo, a los libros y al internet. Las respuestas eran tan variadas como a las personas a quiénes consultaba. Pero yo solamente quería creer en una sola: que todo era mi culpa. Hoy en día pienso que eso es cierto: era mi culpa en la medida en que yo creía que fuera mi culpa. Creo que en últimas, esa ha sido la gran lección para todos. Nadie es responsable de la falta de control del otro.
Cuando llegué a conocer San Isidro, sentí una gran confusión. Sabía ya que la única manera de tener una buena relación era separándonos por un tiempo. ¿Pero, en un lugar tan austero? Mis dudas y la angustia del momento me impidieron ver la belleza del lugar. Lo que sí percibí desde el primer momento fue la dulzura y el compromiso de las personas a cargo del proyecto. Una amiga generosa que me acompañó, al ver mi desasosiego, me dijo: “piensa que es como estar en un monasterio”. Creo que esa fue finalmente la gran enseñanza que necesitaba. Con la idea del monasterio pensé en la cantidad de veces que había sentido esa inmensa necesidad de alejarme de todo para conectarme conmigo misma. Pensé también en los libros y en las películas de mi juventud, en Siddhartha en la India, en los samuráis del Japón y en los monjes tibetanos. Recordé muchos viajes, reales o imaginarios, visitando catedrales riquísimas, pagodas doradas, mezquitas misteriosas o ermitas modestas. Todas hechas con el mismo fin: la búsqueda de algo que no siempre podemos explicar pero que necesitamos para poder vivir. A mi mente llegaron los viajes por Colombia visitando comunidades que tenían muy poco pero que lo apreciaban y cuidaban. Allí un fósforo, un libro o un pequeño animal se convertían en tesoros. Añoré también los retiros espirituales de mi niñez, los cuáles nunca había comprendido. En ese momento entendí que todos éramos prisioneros del caos y que la única manera en que nos podríamos ayudar de verdad era teniendo un tiempo para estar con nosotros mismos.
San Isidro-Subachoque nos abrió esa oportunidad. Allí mi hijo trabaja mucho, porque trabajar es bueno. Agradece lo que se sirve en la mesa. Estudia, lee y escucha música. Pasa momentos tranquilos con los ojos cerrados. Aprende a compartir y a apreciar cada cosa que llega a su vida: desde un dulce hasta un fin de semana con su familia. Extrañarlo todos los días ha sido una experiencia conmovedora y todos contamos las horas para estar de nuevo juntos. Sé que probablemente nunca podamos cambiar nuestras personalidades, pero seguramente aprenderemos a manejar nuestras emociones y así llegar a ser mejores personas. Eso es lo que estamos intentando con la ayuda de San Isidro. Después de años de nubes negras algunas veces logro ver el cielo despejado y sentir que el frío de la sabana es reemplazado por un calor tibio cuando veo a mi hijo sonreír en paz. Es entonces cuando de nuevo creo en San Isidro Labrador.